10.3.11

Racionalidad en el Estado Autonómico


Racionalidad en el Estado Autonómico

El autor defiende el modelo de las autonomías frente a las tensiones generadas por centralistas e independentistas. Señala que el gran reto para los próximos años es configurar un modelo de financiación más equitativo y solidario.

La ordenación territorial del Estado ha sido uno de los grandes problemas del constitucionalismo español en los últimos 200 años. El siglo XIX y la mayor parte del XX han estado protagonizados por políticas que han negado la libertad, la democracia y los intentos de autonomía de parte de los territorios de España. Frente a los absolutismos, las dictaduras y las libertades tuteladas que generaron opresión y ahogo político no faltaron reacciones desaforadas: cantonalismo, anarquismo o independentismo.

El constituyente de 1978 fue consciente de esa compleja historia y supo que tenía que establecer una solución al problema territorial que rompiera el enfrentamiento entre un centro uniformista y una periferia rupturista. Para ello, se construyó un Estado de las autonomías que quedaba definido en dos grandes principios acompañados de otros dos complementarios: se reconoce la unidad España -patria común e indivisible de todos los españoles- y el derecho de autonomía para las nacionalidades y regiones. Por tanto, la solución al problema territorial se sustanció en el pacto constitucional del 78 con el reconocimiento de la unidad de España, que establece como sujeto político colectivo y soberano único al pueblo español y, al mismo tiempo, se declara que en España existen territorios con elementos de identidad cultural y tradición de autogobierno que merecen la consideración de ser identificados como nacionalidades que, junto con el resto de los territorios que lo deseen, podrían acceder a la autonomía política.

A esos dos grandes principios hay que añadir los de igualdad y solidaridad. La ordenación territorial autonómica se ha de hacer desde la igualdad entre todos los territorios de España (aquí está bien recordar que igualdad no es uniformidad y, que por ello, también es parte del derecho a la igualdad el reconocimiento de las diferencias). Además se reconocía la solidaridad como instrumento de reequilibrio entre territorios y como criterio de relación entre los entes autonómicos y el Estado.

Con estos pocos mimbres, mucha libertad y una responsabilidad que producía vértigo, se inició en la década de los 80, con la aprobación de los estatutos de autonomía, la conformación de ese nuevo Estado. Durante tres décadas, sin experiencia previa y con pocos ejemplos en el extranjero que imitar, hemos construido una nueva organización territorial que comparada con la que hemos tenido a lo largo de nuestra historia reciente es para estar más que contentos.

Sin embargo, durante todos estos años también nos han acompañado dos fuerzas que desde los extremos ideológicos tensan la cuerda y generan el peligro de ruptura: el nacionalismo periférico de carácter rupturista, que sólo ve en el modelo constitucional un tramo del camino que ha de recorrer para llegar a la secesión; y el centralismo o nacionalismo español que aceptó las previsiones constitucionales a regañadientes y que utiliza cualquier pequeño problema en el despliegue del modelo para reivindicar una unidad uniformizadora que limite el derecho de autonomía política.

Ambos extremos se plantean la cuestión territorial en clave de oportunidad política. Desprecian las infinitas mejoras en la convivencia cívica y la racionalización en la acción de las administraciones públicas. Apuestan por la tensión y el enfrentamiento entre ciudadanos y territorios como la mejor garantía de que un día sus postulados se alzarán victoriosos. Por ello, pese a que la descentralización que se ha realizado en nuestro país durante estos años es incomparablemente positiva respecto de cualquier otro momento histórico, y muchos nacionalistas de la década de los 70 no podían llegar a soñar el nivel de autogobierno que han conseguido sus territorios, sus reclamaciones no se han moderado, muy al contrario, se han agudizado hasta el punto de que hoy día ya sólo les queda reclamar directamente la confederación o la secesión. Situación que, sin duda, es problemática: no olvidemos que el Estado autonómico se configuró en la Constitución del 78, en parte, para satisfacer el ansia de autogobierno del nacionalismo vasco y catalán.

En la legislatura pasada, pese al ruido y los errores que llevó consigo la reforma del Estatuto Catalán, se completó de forma muy positiva parte de un nuevo impulso al Estado de las autonomías a través de la modernización de los estatutos de muchas comunidades. Este proceso iniciado hace unos años ha de continuar con la reforma en aquellas otras comunidades que tengan necesidad de cambiar el suyo (por ejemplo, parece que la reforma del Estatuto de Madrid es urgente por más que las fuerzas políticas presentes en la Asamblea de Madrid nada digan sobre la materia).

En la legislatura pasada también se aprobó un nuevo sistema de financiación de las comunidades autónomas, quizás con menos fortuna y con el pecado que todas las reformas en esta materia han tenido hasta ahora: la temporalidad y el casuismo. Por eso sería conveniente que en los próximos años nos esforzásemos en la consecución de un sistema de financiación suficiente, corresponsable, general, estable y transparente. La experiencia de negociaciones tan densas como conflictivas a propósito del periódico reparto territorial de los fondos públicos, con un déficit muy considerable de comprensión pública, invita a una regulación que vaya más allá de la mera enunciación de grandes principios en el artículo 156 de la CE. El vigente modelo de financiación, siempre pendiente del juego de los pulsos de poder, debería dar paso a un nuevo modelo con los perfiles básicos establecidos constitucionalmente: el grado de corresponsabilidad fiscal -porcentaje de participación territorial en los impuestos principales-, los criterios de distribución de gasto para asegurar la financiación de servicios básicos -como la población, el perfil demográfico, la dispersión o insularidad…-, así como la naturaleza de los Fondos de Nivelación y Suficiencia que han de garantizar la solidaridad, la cohesión y la igualdad. Un modelo que no debe olvidar que es al Estado al que le corresponde establecer las bases y la coordinación en la planificación general de la actividad económica y, por ello, las grandes cuestiones que afectan a la organización y estrategia económica de España se deben determinar desde el nivel estatal (por ejemplo, niveles de déficit o deuda de las administraciones públicas).

A estas dos importantes cuestiones -modernización estatutaria y financiación- habría que añadirle otras dos que no lo son menos para empezar a pensar que se puede culminar racionalmente el modelo territorial. En primer lugar, un pacto local que garantice a los municipios capacidad y organización suficiente para cubrir las muchas necesidades ciudadanas a las que tienen que hacer frente y que refuerce la democracia municipal y acabe con los espacios de arbitrariedad e inmunidad en el ejercicio del poder en estos niveles.

Y en segundo término, la conformación de un espacio eficaz para la cooperación y la colaboración entre el Estado y las autonomías y éstas entre sí: reforma del Senado, conferencias de presidentes, fortalecimiento de la Comisión General de las Comunidades Autónomas, así como la búsqueda inteligente de las posibilidades que nos ofrece el artículo 145 de la Constitución para la cooperación y la colaboración. Estas reformas deben surgir del artículo 2 de la Constitución, que además del derecho a la autonomía habla de igualdad y solidaridad entre todos los territorios de España.

La cooperación, la coordinación y las técnicas para resolver los conflictos son clave en un Estado compuesto, y su desarrollo debería ir más allá de un proyecto político y convertirse en cuestión de Estado. Una organización territorial que se sustenta sobre un fino equilibrio entre unidad y autonomía, que tiene que evitar la estrategia de los uniformadores que niegan la pluralidad cultural de los diversos territorios de España y su capacidad de autogobierno, y a los disgregadores que pretenden romper el pacto constitucional negando España o considerándola una nación residual, no puede mantener en un segundo plano los instrumentos políticos y jurídicos que sobre la base de la lealtad institucional y constitucional ha de servir para generar eficiencia en el sistema y resolver los problemas que son consustanciales a todo Estado descentralizado.

Durante este tiempo hemos recorrido un largo camino. Han sido los mejores años para la solución política de la organización territorial de España. En 30 años hemos conseguido más para la conformación de un Estado que garantiza la unidad desde la pluralidad de sus pueblos y sus territorios que en los 180 anteriores. Los próximos años seguro que seguirán requiriendo imaginación e inteligencia para acabar cerrando el sistema, pero sin duda, lo más difícil está hecho. Ahora toca que todos actuemos con responsabilidad: el nacionalismo integrador de la periferia siendo consciente de que su responsabilidad también está en cooperar con la unidad, sin que ello tenga que suponer renunciar a su voluntad de autogobierno; los partidos de carácter estatal trabajando con respeto por la rica pluralidad cultural, social y política que hay en nuestro territorio sin que ello impida tener un proyecto estatal y general que ahorme los intereses contrapuestos que en muchos momentos se puedan dar en el Estado plural.

Para seguir construyendo este Estado funcionalmente federal que no ponga en cuestión la unidad de España se necesita que la racionalidad impere en la política territorial, que las tentaciones para derivar el debate territorial al plano de los sentimientos y las emociones se erradiquen de las posiciones estratégicas de los partidos.

En la legislatura pasada no faltaron estrategias de irracionalidad y tacticismo con todo lo relacionado con España y las autonomías (incluido el terrorismo): el resultado para los partidos que así actuaron fue un fuerte castigo electoral. Esperemos que hayan aprendido la lección y, sobre todo, que descubran que la política territorial inteligente es la que sirve para construir sin trampas, sin intolerancia y respetando a todos, un espacio de convivencia y de desarrollo colectivo donde el individuo y sus derechos sean el centro de la acción política.

Elviro Aranda es profesor de Derecho Constitucional, diputado nacional del Grupo Socialista y portavoz adjunto de la Comisión Constitucional.

Publicado en el diario “El Mundo” el 9 de marzo de 2011.

3 comentarios:

Mar Moreno dijo...

Estupendo artículo que demuestra su magnífica visión de estado y su rigor. Si como usted pensara más gente, seguro que nos iría muchísimo mejor. Enhorabuena por su artículo.

elviro aranda dijo...

Gracias Mar. No lo hemos hecho tan mal durante estos años...hagamos un esfuerzo para superar los problemas que ahora se nos presentan todos aquellos que no estamos ni con el uniformismo ni con el saparatismo. Elviro Aranda.

Anónimo dijo...

Yo de verdad es que me parto el culo con ustedes!!( y perdón por el comentario soez..pero creo que se lo merecen). En qué España viven para decir, primero, que el artículo es de un rigor excelente, y segundo, que no lo han hecho tan mal en los últimos años???