5.5.10

En defensa del Tribunal Constitucional


La situación en la que se ha puesto al Tribunal Constitucional por la Sentencia del nuevo Estatuto de Cataluña es inaceptable. Creo, sinceramente, que el momento en el que nos encontramos merece más reflexión, prudencia y sentido de Estado que el que algunos están manifestando con sus declaraciones y comportamientos. Estas líneas seguro que no van a solucionar el problema, pero al menos espero que puedan contribuir a una mayor responsabilidad.



Empecemos por lo obvio: el Tribunal Constitucional es el intérprete último -que no único- de la Constitución. Eso quiere decir que el Alto Tribunal es un órgano jurisdiccional -aunque no forma parte del Poder Judicial- que tiene asignada por la Constitución la importante misión de asegurar que las normas que aprueban otros poderes del Estado no son contrarias a la Carta Magna. Por eso, es el garante de la coherencia y unidad del ordenamiento jurídico del Estado. ¡Ahí es nada! Como ha señalado la doctrina científica, el Tribunal Constitucional es el órgano que cierra el sistema jurídico-político en cualquier Estado constitucional, y eso, evidentemente, lo convierte en la piedra angular del sistema político y jurídico.



Es cierto que, directamente, lo que está sucediendo no tiene que ver con la capital y alta misión que el Tribunal Constitucional tiene encomendada. Se debe, más bien, a una cuestión estrictamente política: la obsesiva posición de unos y otros para que la sentencia que dicte el Tribunal sobre el Estatut sea favorables a sus intereses. El problema, además de lo inaceptable de las presiones para que un Tribunal falle a favor de ciertas pretensiones, es que se está erosionando el prestigio y poniendo en cuestión a un órgano del Estado de la importancia antes señalada.



La cosa ya se veía venir en el trámite parlamentario para la reforma del Estatuto. El PP desplegó entonces un discurso catastrofista y apocalíptico que evidenciaba que no iba a quedarse en una posición política pasajera. Recuerden el “se rompe España” o el argumento tan reiterado de que ese nuevo Estatuto suponía una “reforma constitucional encubierta”. Pese a esos pronósticos, la verdad es que en estos años de vigencia de ese texto no hemos visto fractura alguna en la “piel de toro” y la Constitución sigue tan vigente como antes de aquellas fechas. Bueno, a decir verdad, si que han aparecido algunas grietas en nuestro sistema institucional, pero no por el Estatuto, sino más bien por el comportamiento de unos y otros ante el Estatuto.



Hasta aquí, aunque las palabras que se utilizaban eran “duras y sonoras”, la cosa transcurría en el ámbito político y, por tanto, aquellas eran perfectamente aceptables. Todo se complicó cuando se interpuso el Recurso de Inconstitucionalidad y unos y otros empezaron a maniobrar para intentar ganarse una sentencia favorable.



El PP, en un cálculo estratégico sobre las convicciones políticas de algunos Magistrados, se niega de plano a negociar la sustitución de aquellos que habían cumplido su mandato. Y claro, puesto que la Constitución requiere una mayoría cualificada para que puedan ser elegidos los nuevos, se impide de facto que se renueven los ya cesantes. Al mismo tiempo, se recusa a un Magistrado por el hecho de que en su labor académica e investigadora, años antes de ser miembro del Tribunal Constitucional, hubiera escrito un artículo sobre la reforma estatutaria catalana. También se intenta recusar a la Presidenta del Tribunal aportando otro trabajo científico sobre el proyecto de Estatuto, en este caso que ni tan siquiera era suyo, sino de su marido, ilustre administrativista.



Tampoco se han comportado con absoluta limpieza los defensores del Estatut, ya que, desde su aprobación en Cataluña mediante referéndum, empezaron a extender la falsa idea de que el voto de los catalanes le confiere suficiente legitimidad democrática para que ningún tribunal pueda cambiar lo que el pueblo catalán ha aprobado. Quien piensa así se olvida que el único soberano en nuestro sistema es el “pueblo español”, del que forman parte los ciudadanos de todos los territorios del Estado (1.2 de la CE), y de que la votación en referéndum del Estatut no supone más que la culminación de un procedimiento legislativo específico que la propia Constitución ha establecido para la reforma de ese tipo de normas.



También es reprochable la falta de altura de miras de los Magistrados del Tribunal Constitucional que después de casi cuatro años y más de seis intentos no han conseguido un acuerdo suficiente para dictar sentencia. Sin duda el tema es complicado y políticamente discutido, pero los señores Magistrados, al fijarse en exceso en los “detalles y sutilezas jurídicas”, han perdido la perspectiva y la relevancia política que el asunto entraña, por no hablar de daño que al Alto Tribunal le produce la tardanza en emitir sentencia y las constantes filtraciones que se producen sobre sus deliberaciones.



El resultado es que entre unos y otros han generado una gran crisis en la imagen y el prestigio del Tribunal Constitucional. Parece que todos estuvieran dispuestos a arrastrar a la institución al precipicio de su desaparición -¡para gozo de los antisistema!- si no son atendidas sus pretensiones. En esta situación, ¿será posible que aparezcan cabezas con la suficiente altura de miras para poner en marcha una dinámica que solucione el tremendo atolladero, en el que el empecinamiento, la prepotencia y la miopía en los objetivos, nos han metido?

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