22.5.08

A VUELTAS CON EL FUNCIONAMIENTO DEL PARLAMENTO

Estamos al inicio de una nueva legislatura y casi como práctica de buenas costumbres seguro que muchos nos acordaremos en los próximos días del funcionamiento del Parlamento y de la necesidad de remozar sus normas internas: el Reglamento del Congreso de los Diputados y el Reglamento del Senado.

Los discursos de toma de posesión de los Presidentes de ambas cámaras ya hace muchos años que recogen, también como práctica de buenas costumbres, la mención a su compromiso decidido de que, mediante la reforma de esas normas, se modernice el Parlamento y se consiga una mayor efectividad en el trabajo que se desarrolla en la Carrera de San Jerónimo y la Plaza de la Marina.

Que desde 1982 no se haya podido hacer una reforma en profundidad, pese a que todos los que trabajan en las Cámaras, tanto como profesionales cuanto como representantes políticos, reconozcan que es muy necesaria, demuestra que la cuestión no es tan sólo un problema de mayor o menor voluntad política. Es, como espero poder demostrar, una cuestión que viene determinada por la forma de gobierno y por la pérdida de respeto al valor de las instituciones que se ha producido en los últimos años.

Nuestra democracia parlamentaria tiene un fuerte componente presidencialista. Creo que esto nadie lo niega a estas alturas. Elegimos a nuestros representantes al Congreso y al Senado y, la Cámara Baja, en una muestra de buen parlamentarismo elige, mediante el debate de investidura, al Presidente del Gobierno. La investidura conlleva la confianza al Presidente y, por ello, la Constitución reserva al Parlamento la posibilidad de retirársela mediante la moción de censura.

Sin embargo, lo cierto es que la mayoría parlamentaria, organizada según la estructura de poder del partido mayoritario, se erige en una estructura de poder piramidal que hace que la forma en que se desarrolla el sistema sea en realidad una mera formalidad.

Lo verdaderamente relevante no es la fortaleza del Parlamento frente al Ejecutivo, sino si el partido más votado cuenta con los resortes necesarios para desplegar su estrategia política y acercarse a los partidos minoritarios que necesita para la estabilidad de su Gobierno.

A partir de aquí, todo el sistema queda trastocado. Las instituciones y los órganos que las componen pasan a formar parte de los recursos que unos y otros van a tener para desarrollar su estrategia política. ¡Y eso es lo malo! Que órganos que han de estar para garantizar la objetividad y el funcionamiento de los procedimientos entran desde el primer momento en el juego político.

La Presidencia y las Mesas de las Cámaras son órganos que se han de elegir y que deben desarrollar sus funciones en esa clave de imparcialidad y de respeto a la institución y el buen cumplimiento de los procedimientos mediante los cuales se desarrolla el debate político que antes señalaba.



Hace mucho tiempo que todos los partidos han visto que ocupar algún puesto en estos órganos es una oportunidad para reforzar su posición política (aquí quiero expresar mi alegría por la decisión del Grupo Socialista en esta Legislatura de ceder dos puestos de la Mesa a los grupos minoritarios, y mi decepción ante la contumaz decisión “acapáralo todo” del PP y no prestarse a estos acuerdos). Con ello, hace también mucho tiempo que se ha perdido el valor del consenso a la hora de elegir a las personas que van a ocupar esos puestos. ¡Éste es el gran problema!

Los Presidentes de las Cámaras difícilmente son hombres o mujeres de la institución, sino que, por el contrario, son personas de partido; y si por su idiosincrasia alguno no lo es, peor aún, puesto que pese a su voluntad de independencia se le ve y se le trata desde los otros grupos como tal.

Las Mesas que deben acompañar al Presidente/a en esa honrosa labor de dirigir, organizar y desarrollar el trabajo parlamentario se han convertido en órganos con representantes de los grupos parlamentarios (casi comisarios) que están muy atentos para garantizar que la ordenación del trabajo o la aprobación del orden del día se hace con beneficios para su estrategia parlamentaria.

Es decir, la lucha parlamentaria se ha llevado a órganos que no tienen esa función encomendada. La lucha política legítima se ha de desarrollar en el debate en las Comisiones y en los Plenos, pero no en las Mesas o las decisiones de los Presidentes/as. Es como querer ganar una carrera lesionando al rival antes de la salida.

A partir de aquí queda todo ya transfigurado. No importa mejorar los procedimientos legislativos o de control político, no importa mejorar las comisiones internas o las de investigación ¡Da igual!, cómo funcionen los procedimientos que tenemos regulados. Si somos capaces de determinar el trabajo en la Junta de Portavoces y en las Mesas, todo controlado, el resto no importa.

Pero eso ¿tiene que ser así? ¿Es la mejor manera para que el Parlamento refuerce su presencia en la sociedad? Sinceramente no. Ahora que vamos a volver a hablar de reformas reglamentarias pensemos en estos asuntos y otros de la misma guisa que quizás nos podrían llevar a hacer lo que en tantos años, con Gobiernos de uno y otro signo, no hemos podido hacer.

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